martes, 29 de enero de 2013

Que la vida es toda un sueño...

Tragaluz  


              ¿Qué es la vida? Un frenesí.


                                               ¿Qué es la vida? Una ilusión,


                           una sombra, una ficción,


                                                         y el mayor bien es pequeño;
 

                                           que toda la vida es sueño,
 

                                                                                 y los sueños, sueños son.

   

Calderón de la Barca (La vida es sueño, vv. 2182-2187)


     Érase el día. Sus ojos se abrieron con igual tamaño que la fina franja de luz que rayaba
el suelo de su habitación, hasta los pies de su cama. La música sonó justo en ese momento: las primeras tres notas de aquella endiablada guitarra desataron sus sentidos y su cerebro liberó endorfinas desaforadamente, activando todo sus sistema y haciéndole elevar las comisuras de sus labios de una forma inconsciente y sensual.
     Regresó a su realidad nuevamente. De repente, esa agradable melodía la devolvió a aquella habitación, a aquella vida redonda, cíclica e insistentemente persistente, a la vez que atractiva. Se estiró y decidió incorporar su delicado cuerpo; se aseó y regresó a aquel antro de insomnio.
     Allí, de pie frente al espejo, permaneció largo rato; observando... La realidad más exacta, o quizá, la más exacta réplica de la realidad, se encerraba en ese marco. Dentro de él, su lecho vacío y desordenado, una pequeña mesita donde guardaba su delicada ropa interior, (sobre la que se sostenía una vieja y triste lámpara), y por último, ahí, mirándola, un ser expectante que la estudiaba con interés, como si quizás buscara en la inmensidad de su alma.
     La luz de la triste lámpara dejó de parpadear para terminar sumergiendo en la más inmensa oscuridad al resto de la habitación. El pequeño haz de luz dorada como la más dulce miel que atravesaba la ventana, ya no rayaba el suelo; como la afilada hoja de un cuchillo, se alzaba hasta su blanco y sensible cuello, atravesándolo como algo casi invisible, casi imperceptible. Como una aparición.
     Permaneció allí delante durante un largo rato, indiferente y enajenada del resto del mundo, observando, no obstante, lo único que se movía en la habitación: aquella cálida y transparente luz que subía al ritmo del minutero que mide el tiempo.
     Nada.
     Por un momento, le pareció estar ante un cuadro; que el tiempo se detenía para ella. En su descuido, la puerta tembló y dejó paso a un nuevo e intermitente haz de luz...
     Despertó de su hipnosis como se despierta de un sueño en el que tu propio cuerpo, lector, se precipita al vacío. Sobresaltada, con las pupilas dilatadas, se giró hacia la puerta no sin oír el sonido del aire atravesando sus oídos a toda velocidad, como el sonido que produce la más veloz espada en el silencioso estrépito de una vil batalla, que da lugar a la devastación, a la muerte.
     Sus pupilas se relajaron al no percibir nada más allá de su realidad. Se giró nuevamente, esta vez de un modo lento y suave, evitando que en sus oídos se alojase elescandaloso y veloz Eolo. En el  largo tiempo en que su cuello realizó el movimiento circular, pudo observar las sutilezas que flotaban a su alrededor: la delgada tabla vertical que daba comienzo a su estantería, amparaba toda una gama de diferentes volúmenes: páginas y páginas repletas de aquello que ella tanto amaba: palabras.
     En tanto, esta dilatación del tiempo le permitió observar cada una de las páginas que delimitaban el viejo mueble, prefiriendo entre ellas las propias de la literatura romántica y posterior: Las cuitas del joven Werther, Diablo Mundo, El retrato de Dorian Gray, Pacto con lobos, Rimas y Leyendas, Las flores del mal, Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar, Fausto, algo de Lord Byron y, cómo no, algunos cuentos de su amado Edgar Allan Poe. El deleite se alojó en sus labios y sus ojos parpadeaban lentamente, releyendo en alguna parte de su turbado cerebro aquellos fragmentos que quedan grabados en la mente para siempre. Fue entonces cuando halló, tras la fina madera vertical que cerraba su pequeña biblioteca, aquella fría y blanca pared; aquel lúgubre tabique en el que se hallaba colgado aquel marco en el que nada era como se había dibujado en el cuadro que ella observó momentos antes. Se sorprendió sobremanera; aterrada, sus ojos vacíos y llenos de un terrible miedo: sus pupilas se dilataron para instalar el terror y trémulos los labios no atinaban a juntarse. Fue entonces cuando el dichoso haz de luz, que había dejado de pertenecer a Apolo para jugar con Diana, se volvió de un blanco intenso, cubriendo en aquel instante sus aterrados ojos verdes y miel; momento que duró a penas unos segundos que no podría definir: el tiempo pareció detenerse y ella, pareció flotar en la inmensa oscuridad que la rodeaba. Se sintió sobrecogida, sostenida por aquéllos ojos que la miraban al otro lado de la realidad: un espectro cubierto por un largo manto blanco que dejaba al descubierto una hermosa cabellera, negra como la noche, plata como la Luna, que daba aún más luz a aquella mujer; pálida la cara, trémulos los ojos, lívidos los labios y el ceño fruncido... Se dio la vuelta lentamente y comenzó a caminar. Sin poder dudarlo un segundo, nuestra protagonista se adentró en el espejo, cruzó el umbral de su realidad y siguió al espectro.

     La mujer caminaba en medio de la densidad de una noche de Luna llena, y lo hacía con maestría, con decisión, por los pedregosos caminos negros, yertos. Subía las torres y sobresalía por las almenas, incitando a ser seguida. Corría tras la mujer evanescente sin recordar ni tan siquiera quién era ella misma. La aparición atravesó el camino pedregoso y, por el haz plateado que la iluminaba, sus trémulos ojos pudieron divisar las ruinas de un antiguo castillo medieval. Entonces, la mujer se detuvo frente a ella y dijo <<Allí>>, señalando un punto central entre la chica y ella misma.
     Se acercó al espectro y, a medida que caminaba hacia él, se aproximaban una a otra aparición, pues nuestra protagonista no pertenece a la realidad en la que está ahora mismo. Y entre tanto que caminaba hacia el punto señalado, pudo observar la densidad del frondoso y oscuro bosque al que habían llegado: por el haz de Luna que se acercaba hacia ella, pudo entrever las ramas de los cipreses que se enredaban unas con otras como el hielo es tallado en un iceberg; con un color verde oscuro helado, mezclado con el purpúreo cielo, resultado del coito entre la negra noche y el plateado espectro de luz lunar. Oía el crujir de las hojas del suelo bajo sus pies y, cuando la distancia entre ella y el espectro al que ya no temía era imperceptible, se hizo la fusión, o quizá debería decir, la confusión de los dos cuerpos que, en aquélla realidad medieval, ambos eran espectrales. Una luz cegadora iluminó sus ojos, y la trémula imagen de la mujer desapareció en su interior, llevándosela de aquélla realidad a la oscuridad que ya conocía.
     Mientras tanto, allí, a lo lejos, no pudo más que oír con claridad un nombre gritar:
¡Zoraida!


     Tres notas. Tres malditas notas que sin duda aborreceré cada mañana al despertar. Tres malditas notas que dieron comienzo y fin al febril sueño que tuve aquella noche, insertándome sutilmente en la mente del desquiciado Sancho Saldaña, buscando en mitad de aquel oscuro bosque a la responsable de la muerte de su amada Leonor, asesinada en aquélla deshonrosa e involuntaria boda por la daga de la mora Zoraida.
   
     Sin duda, Alonso Quijano no fue el único en volverse loco (según qué realidad se tome) tras leer novelas de caballería; que el arte está para deleitar y es sin duda el medio de evasión más sano y orgásmico.


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La Pluma de Al-Yussana

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