sábado, 8 de diciembre de 2012

Microrrelato

A la Soledad                               

          La conocí con apenas tres años. Mi madre soltó mi diminuta mano, aquella tarde, en aquel parque; y, sin darme cuenta, sin tenderla a nadie, Ella la agarró bien fuerte, violentamente; impulso inolvidable.
          Era blanca como la nieve: sus ojos estaban sumergidos en la profundidad de sus precipitadas cuencas, vestidas por una carne de sombríos dominios, donde yo no me atrevía a descansar los míos grises. Verdes eran, como el mar profundo. En ellos navegaba el olvido. Había tal profundidad en aquellas formas circulares que parecías perder la memoria y la percepción del tiempo cuando los mirabas. Verde viento, verde rama.
          Me entretuve largo rato en su rostro, mitad sombra, mitad luz... Tenía la frente menuda, delimitada por una negra cabellera, como la de mi madre. No pude apreciar qué longitud tenían sus hilos de seda del color de una noche sin luna, pero bajo aquella túnica aún más oscura que la misma nada, se extendía un hermoso bulto.
          Absorta, mis ojuelos subían nuevamente hasta su frente, y mis labios de caramelo, torpes y lubricados de asombro, dejaban ver una diminuta cadena de piedrecitas de nácar, interrumpida por una rosada lengua a medio sacar. Socarrona, su sonrisa me dirigió, y una corriente eléctrica recorrió la raspa de mi espalda. Entonces toqué mis cortos pero endiablados rizos de oro, denunciando la invisibilidad de sus morenas hebras. Pareció entenderme, pues in situ desnudó su espalda y mostró aquel negro prado que se extendía hasta sus rodillas, retando a la verde naturaleza que nos rodeaba. Mi boca se curvó optimista, y sus ojos parecieron reír.
          Yo buscaba en aquel rostro la región donde habitan los labios, esa que yo sentía curvar; era diferente: no se mostraba en el país de las palabras, de los susurros, de los besos, sino en aquellos trémulos ojos.
         Cuando al fin hallé aquellos carnosos y rojos labios que se hinchaban sólo para mí, éstos articularon tres palabras que nunca olvidaré: “siempre estaré contigo”. Malditas palabras que me apartaron de mi progenitora durante tres eternas horas (para ella); fugaces y exhaustas para mí, que siempre se quedarán conmigo, en las más profundas lagunas de mi conciencia.
         Ahora huyo de ella: me ha perseguido durante años. Negra, se arrastra y me busca desesperada, vociferando desaforadamente palabras que no quiero entender, con los ojos abiertos, iluminando la oscura sombra que aquel día se dibujaba alrededor de ellos. Me persigue y me perturba: busca mi ser y yo me refugio en la música y en las palabras.
         ¡Vade Retro, Soledad!, ¡Vade retro! porque en mi corazón cabe al menos un cariño; porque aquel día mi madre me halló en tu camino.
         No solo se muestra por la vista ni por el oído, sino también por el tacto: te pisotea el pecho, región más sagrada, del corazón refugio.
         Pero no te preocupes, que puedes contar conmigo, que yo te ayudaré a ahuyentarla.


La pluma de Al-Yussana

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